Moisés y Aarón fueron a ver al Faraón y le dijeron: “Esto es lo que dice el Señor, el Dios de los hebreos: ‘¿Hasta cuándo te negarás a humillarte ante mí? Deja ir a mi pueblo, para que me adore.
Esto es lo que dice el Señor: Cuando vengan esas naciones malvadas cercanas que atacan el país que le di a mi pueblo Israel, voy a desarraigarlos de su tierra. También voy a desarraigar al pueblo de Judá de entre ellos.
Su impureza contamina sus faldas. No pensó en lo que pasaría. Su caída fue un increíble, y nadie estuvo allí para consolarla. “¡Por favor, Señor, mira cuánto estoy sufriendo, porque el enemigo ha ganado!”, dice ella.
Así que ahora yo, Nabucodonosor, alabo, honro y glorifico al Rey del Cielo, porque todo lo que hace es correcto y sus caminos son verdaderos. Él es capaz de humillar a los que son orgullosos.
Ese día te quedaste de pie a un lado, mientras un pueblo extraño robó su riqueza, los extranjeros entraron por sus puertas y se repartieron Jerusalén echando suertes, y tú actuaste como uno de ellos.
El orgullo de tu corazón te ha engañado, a ti que habitas seguro en una fortaleza de piedra sobre las altas montañas, y dices: “¿Quién podrá alguna vez derribarnos?”
He oído las burlas de los moabitas y los escarnios desdeñosos de los amonitas que han insultado a mi pueblo y que han enviado amenazas contra su territorio.
Jóvenes, hagan lo que los ancianos les dicen. Sin duda deberían todos servirse unos a otros con humildad, porque “Dios aborrece a los orgullosos, pero obra en favor de los humildes”.