Jesús llegó a Jerusalén y entró al Templo. Allí comenzó a mirar a su alrededor, observando cada cosa, y entonces, como se hacía tarde, regresó a Betania con los doce discípulos.
Pero una mujer, que era una pecadora en esa ciudad, supo que Jesús estaba comiendo en la casa del Fariseo. Se dirigió allí, llevando un frasco con perfume de alabastro.
El difunto salió. Sus manos y sus pies estaban envueltos con tiras de lino, y su cabeza estaba envuelta con un paño. “Quítenle las vendas y déjenlo ir”, les dijo Jesús.
Una gran multitud había descubierto que él estaba allí. Llegaron al lugar no solo para ver a Jesús sino porque querían ver a Lázaro, el hombre a quien Jesús había levantado de los muertos.