Entonces se fue y se sentó a cierta distancia, a unos cientos de yardas de distancia, pues pensaba: “¡No podré soportar ver a mi hijo morir!” Y al sentarse, reventó en llanto.
Ella le contestó: “Vive el Señor, tu Dios, que no tengo pan, sólo me queda un puñado de harina en una tinaja y un poco de aceite de oliva en una jarra. Ahora mismo estoy recogiendo unos cuantos palos para ir a cocinar lo que queda para mí y para mi hijo y así poder comerlo, y luego moriremos”.
Pero la mujer cuyo hijo estaba vivo le tenía tanto amor de madre que le gritó al rey: “¡Por favor, Su Majestad, dale el niño! No lo mates”. Pero la otra mujer dijo: “¡No será mío ni tuyo, córtalo en dos!”.
¿De verdad? ¿Puede una madre olvidarse de su bebé lactante? ¿Puede olvidarse de ser bondadosa con el niño que lleva en su vientre? Aunque ella pudiera olvidarse, ¡yo nunca me olvidaré de ti!
Oh, pueblo mío, vístete de cilicio y revuélcate en cenizas. Llora y llora amargamente como lo harías por un hijo único, porque el destructor descenderá sobre ti de repente.
Convertiré sus festivales en tiempos de luto, y sus canciones alegres en lamentos. Yo haré que vistan silicio y que se afeiten sus cabezas. Haré que el luto sea como cuando muere su único hijo. Al final, será un día amargo.
Yo enviaré un espíritu de gracia y oración en la casa de David y sobe los habitantes de Jerusalén. Ellos mirarán al que han atravesado, y se lamentarán sobre él, como quien guarda luto por su único hijo, llorando amargamente por su romogénito.
Así que partió de allí y se fue a casa de su padre. “Aunque aún estaba lejos, su padre lo vio venir desde la distancia, y su corazón se llenó de amor por su hijo. El padre corrió hacia él, abrazándolo y besándolo.