Entonces el Faraón emitió esta orden a todo su pueblo: “Arrojen al Nilo a todo niño hebreo que nazca, y por el contrario, dejen vivir a las niñas”.
Dos años más tarde, el Faraón soñó que estaba de pie junto al río Nilo.
Hizo que los egipcios cambiaran de opinión y odiarán a su gente.
Y les dijo: “Cuando ayuden a las mujeres hebreas durante el parto, si ven que es un niño, mátenlo; pero si es una niña, déjenla vivir”.
Al abrirla, vio al niño que lloraba y sintió pesar por él. “Este debe ser uno de los niños hebreos”, dijo.
Porque ellos se corren para hacer el mal, y se apresuran en causar violencia y cometer asesinatos.
La furia puede ser feroz y cruel; la ira puede ser una inundación destructiva, pero ¿quién podrá soportar los celos?
Los malvados no descansan hasta haber cometido maldad. No pueden dormir sin haber engañado a alguna persona.
Este rey se aprovechó de nuestro pueblo y trató mal a nuestros antepasados, obligándolos a abandonar a sus bebés para que murieran.
Por fe en Dios, los padres de Moisés lo ocultaron durante tres meses después de nacer. Reconocieron que era un niño especial. Y no temieron ir en contra de la orden que se había dado.