Todos sus hijos e hijas trataron de consolarlo, pero él rechazaba sus intentos. “No”, dijo, “bajaré a mi tumba llorando por mi hijo”. Así que el padre de José siguió llorando por él.
Pero el hombre respondió: “Aunque me dieras mil siclos de plata, no le haría daño al hijo del rey. Todos oímos que el rey les dio la orden a ti, a Abisai y a Itai: ‘Cuiden al joven Absalón por mí’.
“No voy a perder el tiempo esperando así contigo”, le dijo Joab. Agarró tres lanzas y se las clavó en el corazón a Absalón cuando aún estaba vivo, colgado de la encina.
“No eres el hombre adecuado para llevar la buena noticia hoy”, respondió Joab. “Puedes hacerlo en otro momento, pero no lo hagas hoy, porque el hijo del rey ha muerto”.
El rey se derrumbó. Subió a la sala sobre la puerta y lloró. Mientras caminaba, sollozaba: “¡Hijo mío Absalón! ¡Hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!”
El rey ordenó a Joab, Abisai e Ittai: “Traten al joven Absalón con delicadeza por mí”. Todos los hombres oyeron que el rey daba órdenes a cada uno de sus comandantes sobre Absalón.
Yo enviaré un espíritu de gracia y oración en la casa de David y sobe los habitantes de Jerusalén. Ellos mirarán al que han atravesado, y se lamentarán sobre él, como quien guarda luto por su único hijo, llorando amargamente por su romogénito.