Y oró: “Gracias Señor, Dios de mi señor Abraham”. “No has olvidado tu promesa y tu fidelidad con mi señor. ¡Y Señor, tú me has guiado directamente al hogar de los familiares de mi señor Abraham!”
y dijo: ‘¡Alabado sea el Señor, el Dios de Israel! Hoy me ha proporcionado un sucesor para que se siente en mi trono, y he tenido el privilegio de verlo’”.
Entonces David dijo a todos los presentes: “¡Alaben al Señor, su Dios!” Y todos alabaron al Señor, el Dios de sus padres. Se inclinaron en reverencia ante el Señor y ante el rey.
Los israelitas estaban convencidos. Cuando oyeron que el Señor había venido a ellos, y que había sido tocado por su sufrimiento, inclinaron sus cabezas y adoraron.
Te aplastarán contra el suelo, a ti y a tus hijos contigo. No dejarán ninguna piedra sobre otra dentro de ti, porque no aceptaste la salvación cuando vino a ti”.
Y en ese momento, llegó donde ellos estaban, y comenzó a alabar a Dios. Y les habló de Jesús a todos los que estaban allí los que esperaban el tiempo en que Dios libertaría a Jerusalén.
Todos los que estaban allí quedaron impresionados y alababan a Dios, diciendo: “Se ha levantado entre nosotros un gran profeta”, y “Dios ha visitado a su pueblo”.
Alabado sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos ha bendecido en Cristo con todo lo que es espiritualmente bueno en el mundo celestial,
Él no entró por medio de la sangre de cabras y becerros, sino por medio de su propia sangre. Entró una sola vez y por todas, en el Lugar Santísimo, liberándonos para siempre.
¡Alabado sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo! Por su gran misericordia hemos nacido de nuevo y se nos ha dado una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.