Te dispersaré con una hoz de segar de todos los pueblos del país. Destruiré a mi pueblo y me llevaré a sus hijos porque se niegan a abandonar sus malos caminos.
Pero ahora que sus hijos se mueran de hambre; que los maten a espada. Que sus mujeres pierdan a sus hijos y a sus maridos; que sus maridos mueran de enfermedad; que sus jóvenes mueran en la batalla.
Señor, ¿no buscas siempre la fidelidad? Los derrotaste, pero no les importó. Estuviste a punto de destruirlos, pero se negaron a aceptar tu disciplina. Eran tercos, duros como una roca, y no se arrepentían.
Enviaré soldados extranjeros a atacar a Babilonia para arrasar con ella y convertirán su país en un desierto; la atacarán desde todas las direcciones cuando llegue su momento de dificultad.
La muerte se ha colado por nuestras ventanas; ha entrado en nuestras fortalezas. Ha matado a los niños que juegan en las calles y a los jóvenes que se reúnen en las plazas.
Dile al pueblo de Israel que esto es lo que dice el Señor Dios: Estoy a punto de hacer impuro mi santuario, ese lugar del que estás tan orgulloso y que crees que te da poder, el lugar que tanto amas, el lugar que te hace feliz. Tus hijos e hijas que dejaste atrás serán muertos por la espada.
“Tú, hijo de hombre, debes saber que cuando yo destruya su fortaleza, que es su orgullo y su alegría, el lugar al que acudían en busca de consuelo y felicidad -y también a sus hijos e hijas-
No sean como sus padres. Ellos recibieron advertencia de los profetas: ¡Abandonen sus malos caminos y sus malas acciones! Pero no escucharon ni me prestaron atención, dice el Señor.
Tus hijos e hijas serán llevados como esclavos a otras naciones mientras tú miras, y te desgastarás llorando por ellos, pero no habrá nada que puedas hacer al respecto.