Entonces José le dijo al pueblo: “¡Escúchenme! Ahora que los he comprado a ustedes y a su tierra para el Faraón, les daré semillas para que siembren los campos.
Las siete vacas flacas y feas que vinieron después de ellas y las siete finas cabezas de grano secadas por el viento del este representan siete años de hambruna.
La única tierra que no compró fue la de los sacerdotes porque tenían una asignación de alimentos que les proporcionó el Faraón, así que no tuvieron que vender sus tierras.
Sin embargo, cuando recojan la cosecha, tienen que dar una quinta parte al Faraón. Las otras cuatro quintas partes las podrán guardar como semilla para los campos y como alimento para ustedes mismos, sus hogares y sus hijos”.
Por la mañana, siembra tu semilla. Por la tarde, no te detengas. Porque no hay manera de saber qué cosecha crecerá bien: una puede ser rentable, o la otra, o tal vez ambas.
Es como la lluvia y la nieve que caen del cielo. No vuelven allí hasta que han regado la tierra, haciendo que las plantas crezcan y florezcan, proporcionando semillas para el sembrador y alimentos para comer.
Dios, quien provee la semilla para el sembrador y da el pan para la comida, proveerá y multiplicará su “semilla” y aumentará sus cosechas de generosidad.