Y a cada uno de ellos se les dio una bata blanca, y se les dijo que esperaran un poco más hasta que el número estuviera completo, el de sus hermanos creyentes que habían muerto igual que ellos.
El hermano entregará a su hermano y lo mandará a matar, y el padre hará lo mismo con su hijo. Los hijos se rebelarán contra sus padres, y los entregarán a la muerte.
Pero considero que mi vida no tiene ya valor para mí mismo. Solo quiero terminar mi misión y el ministerio que el Señor Jesús me dio de ser testigo de la buena noticia de la gracia de Dios.
Han venido a la iglesia de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo; a Dios, el juez de todos, y donde están las personas buenas, cuyas vidas están completas.
E hizo un voto sagrado en nombre de Aquél que vive por siempre y para siempre, de Aquél que creó los cielos y todo lo que hay en ellos, la tierra y todo lo que hay en ella, y el mar y todo lo que hay en él. “¡No más demora!” dijo.
Y se le permitió infundir aliento de vida en la imagen de la bestia para que pudiera hablar, y daba órdenes de mandar a matar a todo aquél que no le adorara.
Entonces oí una voz que procedía del cielo, que me decía: “¡Escribe esto! Benditos son los que mueren en el Señor a partir de ahora. Sí, dice el Espíritu, porque ahora ellos pueden descansar de sus aflicciones. Y lo que han logrado hablará por ellos”.
Y vi que la mujer estaba ebria con la sangre de los creyentes, y con la sangre de los mártires que habían muerto por Jesús. Cuando la vi, me quedé totalmente asombrado.
Y yo respondí: “Mi Señor, tú sabes la respuesta”. Entonces me dijo: “Estos son los que han pasado por gran persecución. Y han lavado sus túnicas, blanqueándolas por medio de la sangre del Cordero.
Después de esto mire y vi una gran multitud que nadie podía contar, compuesta de toda nación, tribu, pueblo y lengua. Estaban en pie frente al trono y el Cordero, vestidos con túnicas blancas, con ramas de palmeras en sus manos.