Y el Señor se dio cuenta de cuán malvados se habían vuelto los habitantes de la tierra, pues cada uno de los pensamientos en sus mentes estaban llenos de maldad.
El Señor aceptó tal sacrificio, y dijo para sí mismo: “No volveré a maldecir a la tierra por culpa de los seres humanos, aunque cada uno de sus pensamientos sea perverso desde su niñez. Y no volveré a destruir a los seres vivos como lo acabo de hacer.
Te hemos desobedecido y negado, Señor; hemos dado la espalda a nuestro Dios. Hemos fomentado la opresión y la rebelión, diciendo mentiras que hemos pensado cuidadosamente.
Corren para hacer el mal; se apresuran a asesinar a inocentes. Sus mentes están llenas de pensamientos pecaminosos; sólo causan estragos y destrucción.
Ustedes, sin embargo, han hecho aún más mal que sus antepasados. Miren cómo todos ustedes siguieron su propio y obstinado pensamiento malvado en lugar de obedecerme.
Mientras tuviste la tierra, ¿no te pertenecía? Y después que la vendiste ¿no tenías aun el control sobre lo que hacías con el dinero? ¿Por qué decidiste hacer esto? ¡No le has mentido a los hombres sino a Dios!”
Cuando éramos controlados por la vieja naturaleza, nuestros deseos pecaminosos (tal como los revela la ley) obraban dentro de nosotros y traían como resultado la muerte.
Pero a través de este mandamiento el pecado encontró la manera de despertar en mí todo tipo de deseos egoístas. Porque sin la ley, el pecado está muerto.
Pues hubo un tiempo en que nosotros también fuimos necios y desobedientes. Éramos engañados y andábamos como esclavos de diversos deseos y placeres. Vivíamos vidas de maldad, llenas de celos. Estábamos llenos de odio los unos por los otros.