Sin embargo, la voluntad del Señor era que fuera aplastado y que sufriera, porque cuando dé su vida como ofrenda por la culpa, verá a sus descendientes, tendrá una larga vida, y lo que el Señor quiere se logrará a través de él.
“Se han asignado setenta semanas a tu pueblo y a tu ciudad santa para hacer frente a la rebelión, para poner fin al pecado, para perdonar la maldad, para traer la bondad eterna, para confirmar la visión y la profecía, y para ungir el Lugar Santísimo.
Esta regla se aplica a ustedes para siempre: una vez al año los israelitas harán expiación por todos sus pecados”. Moisés hizo todo lo que el Señor le ordenó.
“El Día de la Expiación es el décimo día de este séptimo mes. Celebrarán una reunión sagrada, negándose a sí mismos, y presentarán una ofrenda de comida al Señor.
Nota que he puesto una piedra preciosa delante de Josué, una sola piedra con siete ángulos. Miren que yo mismo tallaré siete ojos en ella, delara el Señor Todopoderoso, y borraré los pecados de esta tierra en un solo día.
Él no entró por medio de la sangre de cabras y becerros, sino por medio de su propia sangre. Entró una sola vez y por todas, en el Lugar Santísimo, liberándonos para siempre.
De otro modo, Cristo habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Pero no fue así: fue solo una vez al final de la era presente que él vino a eliminar el pecado al sacrificarse a sí mismo.
Él es el que vino por agua y sangre, Jesucristo. No solo vino por agua, sino por agua y sangre. El Espíritu prueba y confirma esto, porque el Espíritu es la verdad.