Entonces José miró a su hermano Benjamín, el hijo de su propia madre. “¿Es este su hermano más joven del que me hablaron?” preguntó. “Dios sea misericordioso contigo, hijo mío”, dijo.
“Tus siervos son doce hermanos, hijos de un hombre que vive en el país de Canaán”, explicaron. “El más joven está ahora mismo con nuestro padre, y uno ha fallecido”.
Así que no fueron ustedes quienes me enviaron aquí, sino Dios. Él fue quien me convirtió en el consejero principal del Faraón a cargo de todos sus asuntos, y gobernante de todo el país de Egipto.
Hijos míos, no descuiden sus responsabilidades, porque el Señor los ha escogido para estar en su presencia y servirle, y para ser sus ministros presentando holocaustos”.
Pueblo de Sión, tú que vives en Jerusalén, ya no tendrás que llorar. Cuando clames por ayuda, él será bondadoso contigo. Les responderá en cuanto los escuche.
Señor, por favor, sé benévolo con nosotros; ponemos nuestra confianza en ti. Sé la fuerza en la que confiamos cada mañana; sé nuestra salvación en tiempos de angustia.
¿Por qué, entonces, no tratan de agradar a Dios, y piden su misericordia? Pero cuando traen tales ofrendas, ¿por qué debería él mostrarles su favor? Pregunta el Señor Todopoderoso.
Allí le trajeron a un hombre paralítico acostado en una estera. Cuando Jesús vio cuánto confiaban en él, le dijo al paralítico: “¡Anímate, amigo mío! Tus pecados están perdonados”.
Esta carta la envío a Timoteo. Tú eres mi hijo por causa de tu fe en Dios. Recibe gracia, misericordia y paz de Dios el Padre y de Cristo Jesús, nuestro Señor.