Entonces el rey David fue y se sentó en presencia del Señor. Oró: “¿Quién soy yo, Señor Dios, y qué importancia alguna tiene mi familia, para que me hayas traído hasta este lugar?
¡Cuán maravillosa es la bondad que has reservado para los que te honran! En frente de todos le diste esta bondad a aquellos que vinieron a ti por ayuda.
¡Oh cuán profundas son las riquezas, la sabiduría y el conocimiento de Dios! ¡Cuán increíbles son sus decisiones, y cuán extraordinarios son sus métodos!
No hagan ninguna cosa con un espíritu egoísta u orgulloso, sino piensen con humildad unos de otros cosas mejores que las que piensan de ustedes mismos.
Fui designado para compartir este mensaje y ser su mensajero, ser un maestro para los extranjeros sobre la fe en Dios y la verdad (no miento, digo la verdad).
Yo te aconsejo, pues, que de mí compres oro refinado por fuego para que seas rico; y consigas ropas blancas para que te vistas bien y no muestres tu vergüenza y desnudez; y ungüento para tus ojos, para que puedas ver.