Eliseo había enfermado de una enfermedad que acabaría matándolo. Joás, rey de Israel, fue a visitarlo y lloró por él, diciendo: “¡Padre mío, padre mío, los carros y los jinetes de Israel!”
Eliseo vio lo ocurrido y gritó: “¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Mira! ¡Los carros y los jinetes de Israel!” Entonces Eliseo ya no pudo verlo. Tomó sus ropas y las hizo pedazos.
Pero los funcionarios de Naamán se acercaron a él y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera dicho que tenías que hacer algo extraordinario, ¿no lo habrías hecho? ¿Cuánto más fácil es hacer lo que él dice: ‘Lávate y quedarás curado’?”
Así que Jazael fue al encuentro de Eliseo. Llevó consigo un regalo de todas las mejores cosas de Damasco: cuarenta camellos cargados de mercancías. Entró, se puso delante de él y le dijo: “Tu hijo Ben Adad, rey de Aram, me ha enviado a preguntarte: ‘¿Me recuperaré de esta enfermedad?’”
Los hombres de David le dijeron: “Hoy es el día que el Señor te prometió al decirte: ‘Escucha, voy a entregarte a tu enemigo, para que hagas con él lo que quieras’”. Entonces David se acercó sigilosamente y cortó un trozo del borde del manto de Saúl.
Abisai le dijo a David: “Dios te ha entregado hoy a tu enemigo. Así que, por favor, déjame clavarle la lanza en el suelo de una sola vez. No necesitaré hacerlo dos veces”.