Los fariseos oyeron a la gente que murmuraba estas cosas acerca de él. Entonces, junto con los jefes de los sacerdotes, mandaron unos guardias del Templo para arrestarlo.
Mientras tanto, Simón Pedro seguía de pie, calentándose. ―¿No eres tú también uno de sus discípulos? —le preguntaron. ―¡No lo soy! —dijo Pedro, negándolo.
»Si tu enemigo te va a denunciar, llega a un acuerdo con él lo más pronto posible. Hazlo mientras vayan de camino al juzgado, porque si no, él te entregará al juez, y el juez, al guardia, y te echarán en la cárcel.
Tan pronto como lo vieron, los jefes de los sacerdotes y los guardias gritaron a voz en cuello: ―¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ―Pues llévenselo y crucifíquenlo ustedes —respondió Pilato—. Por mi parte, no lo encuentro culpable de nada.
Fue entonces el capitán con sus guardias y trajo a los apóstoles. Lo hizo sin hacer uso de la fuerza, pues tenían miedo de ser apedreados por la gente.