La mujer se acercó y, arrodillándose delante de él, le suplicó: ―¡Señor, ayúdame!
Muchas veces lo ha echado al fuego y al agua para matarlo. Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos.
La gente los reprendía para que se callaran, pero ellos gritaban con más fuerza: ―¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros!
Y los que estaban en la barca lo adoraron diciendo: ―Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios.
―¡Sí, creo! —dijo de inmediato el padre del muchacho—. ¡Ayúdame en mi poca fe!
Un hombre que estaba enfermo de lepra se le acercó y se arrodilló delante de él. ―Señor, si quieres, puedes sanarme —le dijo.
Él le respondió: ―No está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perros.