De hecho, muy pronto se enteró de su llegada una mujer que tenía una niña controlada por un espíritu maligno, así que fue y se arrojó a sus pies.
Una mujer cananea de aquella región salió a su encuentro, gritando: ―¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada.
Se tiró al suelo hasta tocar la tierra con su rostro. Y allí, a los pies de Jesús, le dio las gracias, a pesar de que era samaritano.
La mujer, sabiendo lo que le había sucedido, se acercó temblando de miedo. Se arrojó a los pies de Jesús y le confesó toda la verdad.
Un hombre que tenía lepra se le acercó y, de rodillas, le suplicó: ―Si quieres, puedes sanarme.
Jesús salió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quería que nadie lo supiera, pero no pudo esconderse.
Esta mujer era griega, y sirofenicia de nacimiento. Le rogaba que echara fuera al demonio que tenía su hija.