El Hijo refleja el brillo de la gloria de Dios. Es la fiel imagen de lo que Dios es. Él es quien mantiene el universo en existencia, por medio del poder de su palabra. Después de morir para perdonarnos nuestros pecados, subió al cielo y se sentó a la derecha del trono majestuoso de Dios.
Fijemos la mirada en la meta, que es Jesús, quien nos dio y perfeccionó nuestra fe. Él, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, sin importarle la vergüenza que ella significaba. Y ahora está sentado en el sitio de más honor, al lado derecho del trono de Dios.
¿Quién los castigará? Nadie, pues Cristo Jesús murió por ellos, y también resucitó, y está a la derecha de Dios. Y desde ese sitio de honor ruega a Dios por nosotros.
Dios, con su poder, le dio un sitio de honor. Y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, nos lo ha dado a nosotros. Esto es lo que ustedes ahora ven y oyen.
Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es este: tenemos un sumo sacerdote que se sentó en el sitio de más honor, al lado derecho del trono de la Majestad en el cielo.
Así como Cristo resucitó, Dios también los resucitó a ustedes. Por eso, vivan pensando en las cosas del cielo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.
Jesús le dijo: ―No me detengas, porque todavía no he vuelto al Padre. Ve más bien a mis hermanos y diles: “Vuelvo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes”.
No hay duda de que son grandes las verdades de nuestra fe: Cristo se presentó como hombre; fue declarado justo por el Espíritu, visto por los ángeles, y anunciado entre las naciones. El mundo ha creído en él, y Dios lo recibió con gloria.
En efecto, Cristo no entró en un santuario hecho por manos humanas, que era solo copia del verdadero santuario. Él entró en el cielo mismo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro.
En Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos. Por eso, sigamos confiando firmemente en la noticia que anunciamos.
Es necesario que él permanezca en el cielo hasta que llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas. Así lo ha anunciado Dios desde hace siglos por medio de sus santos profetas.
Cuando terminaron de desayunar, Jesús le preguntó a Simón Pedro: ―Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? ―Sí, Señor, tú sabes que te quiero —contestó Pedro. ―Apacienta mis corderos —le dijo Jesús.
Se acercaba la fiesta de la Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de abandonar este mundo para volver al Padre. Y, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.