También de los pueblos vecinos llegaba a Jerusalén mucha gente. Llevaban personas enfermas y que sufrían a causa de espíritus malignos, y todas eran sanadas.
Una mujer cananea de aquella región salió a su encuentro, gritando: ―¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada.
Luego bajó con ellos y se detuvo en un llano. Muchos de sus discípulos estaban allí, como también mucha gente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón.