―¡Ha ofendido a Dios! —dijo el sumo sacerdote, rompiendo sus vestiduras—. ¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Miren, ustedes mismos han oído la ofensa!
Un día, mientras enseñaba, estaban sentados allí algunos fariseos y maestros de la Ley. Habían venido de todas las aldeas de Galilea y Judea y también de Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para sanar a los enfermos.
Den muestras de verdadero arrepentimiento. Y no se pongan a pensar: “Somos descendientes de Abraham”. Pues les digo que Dios puede convertir estas piedras en descendientes de Abraham.