El Hijo refleja el brillo de la gloria de Dios. Es la fiel imagen de lo que Dios es. Él es quien mantiene el universo en existencia, por medio del poder de su palabra. Después de morir para perdonarnos nuestros pecados, subió al cielo y se sentó a la derecha del trono majestuoso de Dios.
»Padre, quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy. Que vean la gloria que me diste porque me has amado desde antes de la creación del mundo.
Jesús le contestó: ―¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: “Muéstranos al Padre”?
»Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo.
A la bestia la adorarán todos los habitantes de la tierra. Es decir, aquellos cuyos nombres no han sido escritos en el libro de la vida. Ese libro pertenece al Cordero que fue sacrificado desde la creación del mundo.
Les estamos hablando de Jesucristo, quien se nos reveló como la vida misma. Nosotros no solo lo hemos visto, sino que a todos les hemos hablado de esa vida eterna que él nos da. Él estaba con el Padre, pero vino a este mundo y pudimos conocerlo.
Después de que Jesús dijo esto, dirigió la mirada al cielo y oró así: «Padre, ha llegado la hora. Da gloria a tu Hijo, para que tu Hijo te dé gloria a ti.