Fue entonces el capitán con sus guardias y trajo a los apóstoles. Lo hizo sin hacer uso de la fuerza, pues tenían miedo de ser apedreados por la gente.
Después de nuevas amenazas, los dejaron irse. Por causa de la gente, no hallaban manera de castigarlos. Todos alababan a Dios por lo que había sucedido.
Luego dijo a los jefes de los sacerdotes, a los capitanes del Templo y a los líderes judíos, que habían venido a arrestarlo: ―¿Acaso soy un bandido, para que vengan con espadas y palos?
«Encontramos la cárcel cerrada, con todas las medidas de seguridad, y a los guardias firmes a las puertas. Pero, cuando abrimos, a nadie encontramos adentro».