El rey conoce bien estas cosas, y por eso hablo ante él con tanto atrevimiento. Estoy convencido de que conoce todo esto, porque no sucedió en un rincón secreto.
Si tuviera el don de comunicar mensajes de parte de Dios y entendiera todos los planes secretos de Dios y tuviera todo conocimiento, y si tuviera una fe que logra mover montañas, pero me falta el amor, no soy nada.
Tres días más tarde, Pablo invitó a los dirigentes de los judíos. Cuando estuvieron reunidos, les dijo: ―Amigos israelitas, yo no he hecho nada contra mi pueblo ni contra las costumbres de nuestros antepasados. Sin embargo, los judíos me arrestaron en Jerusalén y me entregaron a los romanos.
Esta es la promesa que nuestras doce tribus esperan que se cumpla. Por eso adoran a Dios día y noche con mucho cuidado. Yo creo en esa promesa, oh rey, y de eso me acusan los judíos.
El problema es que no tengo definido nada que escribir al emperador acerca de él. Por eso lo he traído ante ustedes, y especialmente delante de usted, rey Agripa. Espero que al hacerle preguntas tenga yo algunos datos para mi carta.
Entonces el gobernador, con un gesto, le dio la palabra a Pablo. Este respondió: ―Sé que desde hace muchos años usted ha sido juez de esta nación. Es por eso que me da gusto presentar mi defensa ante usted.
Ahora bien, ellos han oído que tú enseñas que todos los judíos que viven entre los que no son judíos no deben obedecer la Ley de Moisés. Les recomiendas que no circunciden a sus hijos ni vivan según nuestras costumbres.