Tengo el gran deseo y la firme confianza de que en nada seré avergonzado. Al contrario, ya sea que yo viva o muera, ahora y siempre quiero ser valiente, para que Cristo sea grandemente alabado por medio de mí.
Después de todo lo ocurrido, Pablo tomó la decisión de ir a Jerusalén. De camino, pasó por Macedonia y Acaya. Y decía a todos: «Después de estar en Jerusalén, tengo que visitar Roma».
A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: «¡Ánimo! Así como has hablado de mí en Jerusalén, es necesario que lo hagas también en Roma».
Si soy culpable de haber hecho algo que merezca la muerte, no me niego a morir. Pero, si no son ciertas las acusaciones que presentan contra mí, nadie tiene el derecho de entregarme a ellos para verlos contentos. ¡Que el mismo césar me juzgue!
Decidieron enviarnos a Italia por barco. Pablo y algunos otros presos fueron entregados a un capitán del ejército romano llamado Julio, que pertenecía al batallón imperial.