El carcelero, entonces, le informó a Pablo: ―Los jueces han ordenado que los suelte. Así que pueden irse. Vayan en paz.
Después de pasar algún tiempo allí, fueron despedidos en paz por los creyentes, para que regresaran a quienes los habían enviado.
La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden.
El carcelero despertó y vio las puertas de la cárcel de par en par. Entonces sacó la espada para matarse, porque pensaba que los presos se habían escapado. Estaba a punto de hacerlo,
―¡Hija, tu fe te ha sanado! —le dijo Jesús—. Vete en paz y queda sana de tu aflicción.
Después de darles muchos golpes, los echaron en la cárcel. Le ordenaron al carcelero que los vigilara muy bien.
Al amanecer, los jueces mandaron a unos guardias al carcelero con esta orden: «Suelta a esos hombres».