En efecto, Dios prometió que le daría el mundo a Abraham y a sus hijos. Pero él no se ganó esa promesa por obedecer la Ley, sino por creer en Dios. Por esa fe fue declarado justo.
Este Melquisedec era rey de Salén y sacerdote del Dios Altísimo. Cuando Abraham regresaba de derrotar a los reyes, Melquisedec le salió al encuentro y lo bendijo.
Ahora bien, las promesas se les hicieron a Abraham y a su hijo. La Escritura no dice: «y a los descendientes», como refiriéndose a muchos, sino: «y a tu descendencia», dando a entender uno solo. Esa era una clara referencia a Cristo.
Dios adoptó como hijos a los israelitas, y a ellos les mostró su gloria. Con ellos hizo pactos y les entregó la Ley. Les dio además promesas y el privilegio de adorarlo.
Ustedes, pues, son herederos de los profetas y del pacto que Dios estableció con nuestros antepasados. Así lo hizo cuando le dijo a Abraham: “Todos los pueblos del mundo serán bendecidos por medio de tu familia”.
Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas. Pero, por la fe, las vieron y saludaron de lejos. Reconocieron que aquí en la tierra estaban de paso, como si fueran extranjeros y peregrinos.