Lo que quiero decir es esto: La Ley, que vino cuatrocientos treinta años después, no elimina el pacto que Dios ya había confirmado. Si lo hubiera hecho, la promesa no tendría valor.
En efecto, Santiago, Pedro y Juan, que eran considerados líderes importantes, reconocieron que Dios, aunque yo no lo merecía, me escogió. Entonces nos dieron la mano a Bernabé y a mí aceptándonos como compañeros. Y acordamos que nosotros iríamos a los no judíos y ellos a los judíos.
En cuanto a Apolos, nuestro hermano en la fe, le rogué insistentemente que en compañía de otros creyentes les hiciera una visita. No quiso de ninguna manera ir ahora, pero lo hará cuando se le presente la oportunidad.
Les digo, hermanos en la fe, que el cuerpo material no puede formar parte del reino de Dios. El cuerpo que se descompone al morir no puede ser parte de un reino que vive para siempre.
Lo que quiero decir, mis hermanos en la fe, es que nos queda poco tiempo. De aquí en adelante los que tienen esposa deben vivir como si no la tuvieran.
Hermanos en la fe, he hablado de Apolos y de mí mismo para que ustedes me entiendan mejor. Si siguen nuestro ejemplo, aprenderán aquello de «no ir más allá de lo que dicen las Escrituras». Así ninguno de ustedes podrá sentirse orgulloso afirmando que uno es mejor que el otro.
Por aquel tiempo llegó a Éfeso un judío llamado Apolos, nacido en Alejandría. Era un hombre educado y convencía a la gente, pues conocía bien las Escrituras.