Cuando vio a Jesús, dio un grito y se arrojó a sus pies. Entonces exclamó con fuerza: —¿Por qué te entrometes, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te ruego que no me atormentes!
El diablo, que los había engañado, será arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta. Allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.
El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo ha estado pecando desde el principio. El Hijo de Dios fue enviado precisamente para destruir las obras del diablo.
En aquel día el Señor castigará a Leviatán, la serpiente escurridiza, a Leviatán, la serpiente tortuosa. Con su espada violenta, grande y poderosa, matará al monstruo marino.
Al desembarcar Jesús, un endemoniado que venía del pueblo salió a su encuentro. Hacía mucho tiempo que este hombre no se vestía; tampoco vivía en una casa, sino en los sepulcros.
Es que Jesús había ordenado al espíritu maligno que saliera del hombre. Se había apoderado de él muchas veces y, aunque le sujetaban los pies y las manos con cadenas y lo mantenían bajo custodia, rompía las cadenas y el demonio lo arrastraba a lugares solitarios.