Estas palabras las dijo Jesús en el lugar donde se depositaban las ofrendas, mientras enseñaba en el Templo. Pero nadie le echó mano, porque aún no había llegado su tiempo.
Todos los utensilios del Templo de Dios, grandes y pequeños, más los tesoros del Templo del Señor y los del rey y de sus oficiales, fueron llevados a Babilonia.
Puse a cargo de los almacenes al sacerdote Selemías, al escriba Sadoc y al levita Pedaías; como ayudante de ellos nombré a Janán, hijo de Zacur y nieto de Matanías. Todos ellos eran dignos de confianza y se encargarían de distribuir las porciones entre sus compañeros.
Tal como el Señor lo había anunciado, Nabucodonosor se llevó los tesoros del Templo del Señor y del palacio real, partiendo en pedazos todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el Templo del Señor.
Solo entonces los israelitas incendiaron la ciudad con todo lo que había en ella, menos los objetos de plata, de oro, de bronce y de hierro, los cuales depositaron en el tesoro de la casa del Señor.
Sin embargo, el sacerdote Joyadá tomó un cofre y, después de hacer una ranura en la tapa, lo puso junto al altar, a la derecha, según se entra en el Templo del Señor. Los sacerdotes que vigilaban la entrada comenzaron a poner en el cofre todo el dinero que la gente traía al Templo del Señor.