En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza merecedores de la ira de Dios.
Además, en él fueron circuncidados, no por mano humana, sino con la circuncisión que consiste en despojarse del cuerpo pecaminoso. Esta circuncisión la efectuó Cristo.
Porque, cuando nuestra carne aún nos dominaba, las pasiones pecaminosas que la Ley nos despertaba actuaban en los miembros de nuestro cuerpo y dábamos fruto para muerte.
¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor! En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la Ley de Dios, pero mi carne está sujeta a la ley del pecado.