Pero ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: «No temas, que yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío.
Este fue de noche a visitar a Jesús. —Rabí —le dijo—, sabemos que eres un maestro que ha venido de parte de Dios, porque nadie podría hacer las señales que tú haces si Dios no estuviera con él.
Yo dormía, pero mi corazón velaba. ¡Y oí una voz! ¡Mi amado estaba a la puerta! «Hermana, amada mía; preciosa paloma mía, ¡déjame entrar! Mi cabeza está empapada de rocío; la humedad de la noche corre por mi pelo».
No bien los he dejado, cuando encuentro al amor de mi vida. Lo abrazo y, sin soltarlo, lo llevo a la casa de mi madre, a la alcoba donde ella me concibió.
Pero una vez más el Señor lo llamó: —¡Samuel! Él se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo: —Aquí estoy; ¿para qué me llamó usted? —Hijo mío —respondió Elí—, yo no te he llamado. Vuelve a acostarte.