Cuando María llegó adonde estaba Jesús y lo vio, se arrojó a sus pies y dijo: —Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
—Señor —dijo Marta a Jesús—, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Cayó rostro en tierra a los pies de Jesús y le dio las gracias, no obstante que era samaritano.
Al ver esto, Simón Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo: —¡Apártate de mí, Señor; soy un pecador!
En esto llegó un hombre llamado Jairo, que era jefe de la sinagoga. Se arrojó a los pies de Jesús y le suplicó que fuera a su casa
Yo, Juan, soy el que vio y oyó todas estas cosas. Y cuando lo vi y oí, me postré para adorar al ángel que me había estado mostrando todo esto.
Los cuatro seres vivientes exclamaron: «¡Amén!», mientras los ancianos se postraron y adoraron.
Cuando lo tomó, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero. Cada uno tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios.
Pero algunos de ellos comentaban: —Este, que le abrió los ojos al ciego, ¿no podría haber impedido que Lázaro muriera?
—Señor —rogó el funcionario—, baja antes de que se muera mi hijo.
María era la misma que ungió con perfume al Señor y le secó los pies con sus cabellos.