Cuando los mensajeros regresaron, dijeron a Jacob: «Fuimos a hablar con su hermano Esaú y ahora viene a su encuentro acompañado de cuatrocientos hombres».
Será como cuando alguien huye de un león y se le viene encima un oso, o como cuando al llegar a su casa, apoya la mano en la pared y lo muerde una serpiente.
Jacob sintió miedo y se angustió muchísimo. Por eso dividió en dos grupos a la gente que lo acompañaba, y lo mismo hizo con las ovejas, las vacas y los camellos,
puso en marcha todo su ganado, junto con todos los bienes que había acumulado en Padán Aram, y se dirigió hacia la tierra de Canaán, donde vivía su padre Isaac.
—Está bien —accedió Esaú—, pero permíteme dejarte algunos de mis hombres para que te acompañen. —¿Para qué te vas a molestar? —contestó Jacob—. Lo importante es que me has tratado bien.
Y sucedió que Rut, la moabita, dijo a Noemí: —Permíteme ir al campo a recoger las espigas que vaya dejando alguien a quien yo le agrade. —Anda, hija mía —respondió su suegra.
—¡Ojalá siga yo siendo de su agrado, mi señor! —contestó ella—. Usted me ha consolado y me ha hablado con cariño, aunque ni siquiera soy como una de sus criadas.