—¿Por qué lloran? ¡Me parten el alma! —respondió Pablo—. Por el nombre del Señor Jesús estoy dispuesto no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén.
Sin embargo, considero que mi vida carece de valor para mí mismo, con tal de que termine mi carrera y lleve a cabo el servicio que me ha encomendado el Señor Jesús, que es el de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.
Ninguno de los pueblos de la tierra merece ser tomado en cuenta. Dios hace lo que quiere con los poderes celestiales y con los pueblos de la tierra. No hay quien se oponga a su poder ni quien le pida cuentas de sus actos.
Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos; y yo te mataré y te cortaré la cabeza. Hoy mismo echaré los cadáveres del ejército filisteo a las aves del cielo y a las fieras del campo, y todo el mundo sabrá que hay un Dios en Israel.
El Señor, que me libró de las garras del león y del oso, también me librará de la mano de ese filisteo. —Anda, pues —dijo Saúl—, y que el Señor te acompañe.
Haré que seas para este pueblo como invencible muro de bronce; pelearán contra ti, pero no te podrán vencer, porque yo estoy contigo para salvarte y librarte», afirma el Señor.
Dicho esto, Nabucodonosor se acercó a la puerta del horno en llamas y gritó: —Sadrac, Mesac y Abednego, siervos del Dios Altísimo, ¡salgan de allí y vengan acá! Cuando los tres jóvenes salieron del horno,
El rey dio entonces la orden y Daniel fue arrojado al foso de los leones. Allí el rey animaba a Daniel: —¡Que tu Dios, a quien sirves continuamente, se digne salvarte!
Sin ocultar su alegría, el rey ordenó que sacaran del foso a Daniel. Cuando lo sacaron, no se le halló un solo rasguño, pues Daniel confiaba en su Dios.