¡Cuán bella eres, amada mía! ¡Cuán bella eres! Tus dos ojos, tras el velo, son como palomas. Tus cabellos son como los rebaños de cabras que descienden de los montes de Galaad.
Pastorea con tu cayado a tu pueblo, al rebaño de tu propiedad, que habita solitario en el bosque, en medio de un campo fértil. Hazlo pastar en Basán y en Galaad como en los tiempos pasados.
Paloma mía, que te escondes en las grietas de las rocas, en las hendiduras de las montañas, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; pues tu voz es placentera y hermoso tu semblante.
Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu.
Porque así dice el Señor acerca de la casa real de Judá: «Para mí, tú eres como Galaad y como la cima del Líbano; ciertamente te convertiré en un desierto, en ciudades deshabitadas.