Una noche tuve una visión, en la que vi a un hombre montado en un caballo rojo. Ese hombre se detuvo entre los arrayanes que había en una hondonada. Detrás de él había jinetes en caballos rojos, marrones y blancos.
Miré y apareció una nube blanca, sobre la cual estaba sentado alguien «con aspecto de un hijo de hombre». En la cabeza tenía una corona de oro y en la mano, una hoz afilada.
Tocó el séptimo ángel su trompeta y en el cielo resonaron fuertes voces que decían: «El reino del mundo ha pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos».
Devorará a la muerte para siempre. El Señor y Dios enjugará las lágrimas de todo rostro y quitará de toda la tierra la deshonra de su pueblo. El Señor mismo lo ha dicho.
Le harán la guerra al Cordero, pero el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes. Los que están con él son sus llamados, sus escogidos y sus fieles».
Vi también un mar como de vidrio mezclado con fuego. De pie, a la orilla del mar, estaban los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número de su nombre. Tenían las arpas que Dios les había dado
Las naciones se han enfurecido; pero ha llegado tu ira, el momento de juzgar a los muertos y de recompensar a tus siervos los profetas, a los que creyeron en ti y a los que temen tu nombre, sean grandes o pequeños, y de exterminar a los que destruyen la tierra».
El aspecto de las langostas era como de caballos equipados para la guerra. Llevaban en la cabeza algo que parecía una corona de oro y su cara se asemejaba a un rostro humano.