Oí un sonido que venía del cielo, como el estruendo de una catarata y el retumbar de un gran trueno. El sonido se parecía al de músicos que tañen sus arpas.
Cuando lo tomó, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero. Cada uno tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios.
Vi también un mar como de vidrio mezclado con fuego. De pie, a la orilla del mar, estaban los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número de su nombre. Tenían las arpas que Dios les había dado
Tocó el séptimo ángel su trompeta y en el cielo resonaron fuertes voces que decían: «El reino del mundo ha pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos».
Vi que la gloria del Dios de Israel venía del oriente, en medio de un ruido ensordecedor, semejante al de un río caudaloso. Y la tierra resplandecía con su gloria.
En la madrugada del tercer día hubo truenos y relámpagos, y una densa nube se posó sobre el monte. Un toque muy fuerte de trompeta puso a temblar a todos los que estaban en el campamento.
Jamás volverá a oírse en ti la música de los cantantes y de arpas, flautas y trompetas. Jamás volverá a hallarse en ti ningún tipo de artesano. Jamás volverá a oírse en ti el ruido de la rueda de molino.
El primero tocó su trompeta y fueron arrojados sobre la tierra granizo y fuego mezclados con sangre. Y quemó la tercera parte de la tierra, la tercera parte de los árboles y toda la hierba verde.
Aunque esos pueblos braman como aguas encrespadas; huyen lejos cuando él los reprende, arrastrados por el viento como la paja de los cerros, como el polvo con el vendaval.
Ante ese espectáculo de truenos y relámpagos, de sonidos de trompeta y de la montaña envuelta en humo, los israelitas temblaban de miedo y se mantenían a distancia.