Al verlo, el fariseo que había invitado a Jesús se dijo para sí mismo: «Si este fuera profeta, sabría quién es y qué reputación tan mala tiene la mujer que está tocándolo».
Guejazí, el criado del profeta Eliseo, pensó: «Mi amo ha dejado marchar al sirio ese, Naamán, sin aceptar lo que le ofrecía. Juro por el Señor que voy a correr tras él a ver si consigo algo».
El administrador se puso a pensar: «¿Qué voy a hacer ahora? Mi amo me quita la administración, y yo para cavar no tengo fuerzas, y pedir limosna me da vergüenza.
Demostrad con hechos vuestra conversión y no andéis pensando que sois descendientes de Abrahán. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán.
Todos los presentes se llenaron de temor y daban gloria a Dios diciendo: —Un gran profeta ha salido de entre nosotros. Dios ha venido a salvar a su pueblo.
Vivía en aquella ciudad una mujer de mala reputación que, al enterarse de que Jesús estaba en casa del fariseo, tomó un frasco de alabastro lleno de perfume
y fue a ponerse detrás de Jesús, junto a sus pies. La mujer rompió a llorar y con sus lágrimas bañaba los pies de Jesús y los secaba con sus propios cabellos; los besaba también y finalmente derramó sobre ellos el perfume.
Y también entre la gente todo eran comentarios en torno a él. Unos decían: —Es un hombre bueno. Otros replicaban: —De bueno, nada; lo que hace es engañar a la gente.
Los fariseos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: —Nosotros sabemos que ese hombre es pecador. Reconócelo tú también delante de Dios.