Venid y discutamos esto, —dice el Señor—. Aunque sean vuestros pecados tan rojos como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean como la púrpura, como lana quedarán.
¡Escúchanos, Señor! ¡Perdónanos, Señor! ¡Atiende y actúa sin tardanza, Señor! Hazlo por tu honor, Dios mío, pues tu ciudad y tu pueblo invocan tu nombre.
Y el que blasfeme contra el nombre del Señor será castigado con la muerte: toda la comunidad lo apedreará; sea extranjero o sea nativo, si blasfema contra el nombre divino, morirá.
Al oír esto, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: —¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia!
Demostrad con hechos vuestra conversión y no andéis pensando que sois descendientes de Abrahán. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán.
Un día estaba Jesús enseñando. Cerca de él se habían sentado algunos fariseos y doctores de la ley llegados de todas las aldeas de Galilea y de Judea, y también de Jerusalén. Y el poder del Señor se manifestaba en las curaciones que hacía.
Le contestaron: —No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por haber blasfemado, ya que tú, siendo un hombre como los demás, pretendes hacerte pasar por Dios.