Fue enterrado en el sepulcro que se había hecho en la Ciudad de David, colocado en un lecho lleno de diversas clases de perfumes, elaborados por expertos perfumistas. Luego encendieron en su honor una enorme pira.
Entraron entonces en la casa, vieron al niño con su madre María y, cayendo de rodillas, le adoraron. Sacaron luego los tesoros que llevaban consigo y le ofrecieron oro, incienso y mirra.
María tomó un frasco de perfume muy caro —casi medio litro de nardo puro— y lo derramó sobre los pies de Jesús; después los secó con sus cabellos. La casa entera se llenó de la fragancia de aquel perfume.