Jesús le respondió: —No tendrías autoridad alguna sobre mí si Dios no te la hubiera concedido; por eso, el que me ha entregado a ti es mucho más culpable que tú.
Tuyos son, Señor, la grandeza, el poder, la gloria, el honor y la majestad, porque todo cuanto hay en cielo y tierra te pertenece, y ejerces el reinado y el dominio sobre todo.
Ante él nada son los habitantes de la tierra, y hace lo que quiere con el ejército del cielo y con los habitantes de la tierra. Nadie puede detenerle la mano ni pedirle cuentas de lo que hace.
Dejó de vivir entre personas, su entendimiento quedó reducido al de las bestias, vivía entre los asnos salvajes, comía hierba como los toros y el rocío empapaba su cuerpo; hasta que reconoció que el Dios Altísimo controla los reinos humanos y se los da a quien quiere.
Al oír esto, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: —¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos más testimonios? ¡Ya habéis oído su blasfemia!
Así pues, Judas tomó consigo un destacamento de soldados y guardias puestos a su disposición por los jefes de los sacerdotes y los fariseos, y se dirigió a aquel lugar. Además de las armas, llevaban antorchas y faroles.
Dios lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido de antemano, y vosotros, valiéndoos de no creyentes, lo clavasteis en una cruz y lo matasteis.
El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha colmado de honor a Jesús, su siervo, a quien, por cierto, vosotros mismos entregasteis a las autoridades y rechazasteis ante Pilato cuando ya este había decidido ponerlo en libertad.