Me dije entonces: «¡Ay de mí, estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros, yo, que habito entre gente de labios impuros, y he visto con mis propios ojos al Rey, Señor del universo».
Incluso tus hermanos, tu familia, han sido contigo traidores; te van calumniando a tus espaldas. Tampoco te fíes de ellos, aunque te digan buenas palabras.
Nadie enseñará a nadie diciendo: «Conoced al Señor», porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande —oráculo del Señor—; perdonaré sus culpas y ya no me acordaré de sus pecados.
Iré, pues, donde los bien situados, voy a dirigirme a quienes conocen cómo actúa el Señor y qué es lo que quiere su Dios». Pero habían roto el yugo y habían soltado las riendas.
Los dos reyes, urdiendo planes funestos, se sentarán a la misma mesa y se intercambiarán mentiras, pero nada de lo que planeen tendrá éxito, pues el fin solo llegará en el tiempo fijado.
Pues bien, si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje delante de esta gente infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga rodeado de la gloria de su Padre y acompañado de los santos ángeles.
Queridos hermanos, ardía yo en deseos de escribiros acerca de un asunto que a todos nos concierne: el de nuestra salvación. Pero ahora debo hacerlo forzado por las circunstancias, pues es preciso alentaros a combatir en defensa de la fe confiada a los creyentes de una vez por todas.
Han sido ellos quienes lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y por medio del mensaje con que testificaron, sin que su amor a la vida les hiciera rehuir la muerte.
Ella estuvo lloriqueándole los siete días que duró la fiesta. Hasta que al séptimo día se la descifró, porque lo tenía aburrido. Acto seguido, ella comunicó a su gente la solución del enigma.