El Señor lo engrandeció extraordinariamente ante todo Israel y le concedió un reinado tan glorioso como no había tenido en Israel ningún rey precedente.
En el tercer año de su reinado ofreció un banquete a todos sus oficiales y altos funcionarios. Los jefes del ejército de los persas y los medos, los nobles y los gobernadores de las provincias se dieron cita allí.
Pasado ese tiempo, el rey ofreció en el patio de los jardines reales un banquete de siete días al que invitó a toda la población, ricos y pobres por igual, que se hallaba en la ciudadela de Susa.
Ezequías se alegró, y enseñó a los embajadores el lugar donde guardaba su tesoro: la plata, el oro, los perfumes y el aceite aromático; también les mostró su arsenal y todo lo que tenía almacenado. No hubo nada en su palacio y en todos sus dominios que Ezequías no les enseñase.
En aquel mismo momento se cumplieron en Nabucodonosor las palabras pronunciadas: dejó de vivir entre personas y empezó a comer hierba como los toros, su cuerpo quedó empapado por el rocío del cielo, los cabellos le crecieron como plumas de águila y le salieron uñas como las de las aves.
Que llene de luz los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que os llama, qué inmensa es la gloria que ofrece en herencia a su pueblo
dándoles a conocer la gloria y la riqueza que este plan encierra para los paganos. Me refiero a Cristo, que vive en vosotros y es la esperanza de la gloria.
—Señor y Dios nuestro: ¡Nadie como tú merece recibir la gloria, el honor y el poder! Porque tú has creado todas las cosas; en tu designio existían, y conforme a él fueron creadas.