¿Puede haber algo en común entre el templo de Dios y los ídolos? Pues nosotros somos templos de Dios viviente. Así lo ha dicho Dios mismo: Habitaré y caminaré en medio de ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.
Hagámoslo con los ojos puestos en Jesús, origen y plenitud de nuestra fe. Jesús, que, renunciando a una vida placentera, afrontó sin acobardarse la ignominia de la cruz y ahora está sentado junto al trono de Dios.
En aquel instante se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y dentro de él apareció el Arca de su alianza en medio de relámpagos, truenos fragorosos, temblores de tierra y un recio granizar.
Y el diablo, el que los había seducido, fue arrojado al lago de fuego y azufre donde, en compañía de la bestia y del falso profeta, sufrirá tormento por siempre, día y noche sin cesar.
Una ciudad sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la luz que alumbre a sus habitantes, los cuales reinarán por siempre.
Rodeando también el trono había otros veinticuatro tronos y, sentados en ellos, veinticuatro ancianos vestidos de blanco y ceñidas sus cabezas con coronas de oro.
Cada uno de los cuatro seres vivientes tenía seis alas y eran todo ojos por fuera y por dentro. Día y noche proclaman sin descanso: —Santo, santo, santo, Señor Dios, dueño de todo, el que era, el que es, el que está a punto de llegar.
Vi luego una muchedumbre inmensa, incontable. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; todos de pie delante del trono y del Cordero; todos vestidos con túnica blanca, llevando palmas en la mano