Vi luego en el cielo otra señal formidable y maravillosa: siete ángeles llevaban las siete últimas calamidades con las que había de consumarse la ira de Dios.
Ordeno que en todos los dominios de mi reino todos veneren y respeten al Dios de Daniel. Él es el Dios vivo y eterno; su reino no será aniquilado, su imperio durará hasta el fin.
Pero entonces, disponeos a beber el vino de la ira de Dios que ha sido vertido sin mezcla alguna en la copa de su furor, disponeos a ser torturados con fuego y azufre en presencia de los santos ángeles y del Cordero.
Se acercó entonces uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas y me dijo: —¡Ven! Voy a enseñarte el castigo que tengo reservado a la gran prostituta, la que está sentada sobre aguas caudalosas
Una espada afilada sale de su boca para herir con ella a las naciones, a las que gobernará con cetro de hierro; y se dispone a pisar el lagar donde rezuma el vino de la terrible ira de Dios, que es dueño de todo.
Uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas con las siete últimas calamidades, se acercó a mí y me dijo: —¡Ven! Quiero mostrarte la novia, la esposa del Cordero.
Miré entonces, y pude oír cómo un águila que volaba por lo más alto del cielo gritaba con voz poderosa: —¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra! ¿Qué va a ser de ellos cuando suenen las trompetas de los tres ángeles restantes, que ya se disponen a tocarlas?
A pesar de todo, quienes no fueron aniquilados por estas calamidades, se negaron a cambiar de conducta. Siguieron adorando a los demonios, a los ídolos de oro, plata, bronce, madera y piedra, dioses que no pueden ver, ni oír, ni caminar.