Sus cadáveres estarán expuestos al público en la plaza de la gran ciudad a la que se da el nombre simbólico de Sodoma y Egipto, y en la que fue también crucificado su Señor.
El Señor continuó diciendo: —He visto la angustiosa situación de mi pueblo en Egipto, he escuchado los gritos de dolor que le causan sus opresores y conozco sus calamidades.
Entre los profetas de Jerusalén he visto una cosa espantosa: son adúlteros, van tras la mentira, se ponen a favor de los malvados y nadie se aparta de su maldad. Son todos para mí como Sodoma, sus habitantes igual que Gomorra.
Tu hermana mayor es Samaría que, con sus ciudades, está situada a tu izquierda; tu hermana menor es Sodoma que, con sus ciudades, está situada a tu derecha.
Este fue el pecado de tu hermana Sodoma y de sus ciudades: orgullo, hartura de pan y despreocupación; fue incapaz de echar una mano al pobre y al indigente.
Pondré fin a tu inmoralidad y a tus prostituciones, que empezaron en tierra de Egipto; no volverás a poner tus ojos en ellos, ni te acordarás ya de Egipto.
No abandonó su talante de prostituta que había arrastrado desde Egipto, donde se habían acostado con ella cuando era joven, donde acariciaron sus senos de doncella y desahogaron con ella su lujuria.
Después me dijo: —Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo entero de Israel. Andan diciendo: «Nuestros huesos están secos, hemos perdido la esperanza, todo ha acabado para nosotros».
y a pesar de ello apostataron, puedan de nuevo convertirse y renovarse. Lo que hacen es crucificar otra vez en sí mismos al Hijo de Dios y exponerlo a público escarnio.
Y Sodoma y Gomorra, junto con las ciudades limítrofes entregadas como ellas a la lujuria y a la homosexualidad, sufrieron el castigo de un fuego perpetuo, sirviendo así de escarmiento a los demás.
En ese momento se desencadenó un formidable terremoto: la décima parte de la ciudad se derrumbó, y siete mil personas perecieron víctimas del terremoto. Los supervivientes, sobrecogidos de espanto, alabaron al Dios del cielo.
En las afueras de la ciudad fue pisado el lagar y salió de él tanta sangre, que inundó la tierra hasta alcanzar la altura de las bridas de un caballo en un radio de trescientos kilómetros.
Un segundo ángel lo seguía, proclamando: —¡Por fin cayó la orgullosa Babilonia, la que emborrachó al mundo entero con el vino de su desenfrenada lujuria!
La gran ciudad se partió en tres; se desmoronaron las restantes ciudades del mundo, y Dios se acordó de la orgullosa Babilonia para hacerle apurar hasta las heces la copa de su terrible indignación.
Se acercó entonces uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas y me dijo: —¡Ven! Voy a enseñarte el castigo que tengo reservado a la gran prostituta, la que está sentada sobre aguas caudalosas
Estremecidos de horror ante el suplicio, exclamarán desde lejos: —¡Desgraciada de ti, la gran ciudad, Babilonia, la ciudad tan poderosa! ¡Un instante ha bastado para consumarse tu condena!
y proclamó con fuerte voz: —¡Por fin cayó Babilonia, la poderosa! Hoy es mansión de demonios, guarida de espíritus impuros y de toda clase de aves inmundas y asquerosas.
Un ángel poderoso levantó entonces un gran peñasco, como una gigantesca rueda de molino, y lo arrojó al mar, exclamando: —Así, violentamente, será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más se sabrá de ella.