Esta es la revelación que Dios confió a Jesucristo en relación con los inminentes sucesos que era preciso poner en conocimiento de sus servidores. El ángel enviado por el Señor se la comunicó por medio de signos a Juan, su servidor.
Uno de los oficiales respondió: —Ninguno, majestad. Se trata de Eliseo, el profeta de Israel, que informa a su rey de todo cuanto hablas en tu intimidad.
Cuando llegó al monte en donde estaba el profeta, ella se abrazó a sus pies. Guejazí se acercó para apartarla, pero el profeta le dijo: —Déjala, que está llena de amargura. El Señor me lo había ocultado, sin hacérmelo saber.
Un hombre de Dios se acercó al rey de Israel y le dijo: —Así dice el Señor: Puesto que los sirios han dicho que el Señor es un dios de los montes y no de los valles, entregaré en tu poder a ese ejército tan numeroso, para que reconozcáis que yo soy el Señor.
Pero entonces un profeta se acercó a Ajab, rey de Israel y le dijo: —Así dice el Señor: «¿Ves todo ese gran ejército? Pues te lo voy a entregar hoy mismo, para que reconozcas que yo soy el Señor».
Una mujer, casada con uno de la comunidad de profetas, fue a suplicar a Eliseo: —Mi marido, servidor tuyo, ha muerto; y tú sabes que era un hombre religioso. Ahora ha venido el acreedor a llevarse a mis dos hijos como esclavos.
El rey de Israel envió gente al lugar que el profeta le había indicado. Y esto sucedió más de dos veces: el profeta le advertía y él tomaba precauciones.