Ajab regresó a palacio malhumorado y furioso por la respuesta de Nabot, el de Jezrael, que no había querido cederle la herencia de sus padres. Se acostó, escondió el rostro y no quiso comer.
Un día Eliseo pasó por Sunán y una mujer rica que vivía allí le insistió para que se quedase a comer. Desde entonces, cada vez que pasaba por allí, se detenía a comer.
Pero sus servidores se acercaron y le dijeron: —Padre, si el profeta te hubiera mandado algo extraordinario, ¿no lo habrías hecho? Pues con más razón cuando solo te ha dicho que te bañes para quedar limpio.
Cortinas blancas y violetas, atadas con cordones de lino blanco y púrpura violeta a unas anillas de plata, pendían de columnas de mármol blanco; sobre un pavimento de mosaico realizado con malaquita, alabastro, nácar y mármoles de colores, había divanes de oro y plata.
Te recostaste en tu magnífico diván, frente al cual estaba dispuesta una mesa, sobre la que habías puesto el incienso y los perfumes que me correspondían a mí.
Se bautizó, pues, con toda su familia, y nos hizo esta invitación: —Si consideráis sincera mi fe en el Señor, os ruego que vengáis a alojaros en mi casa. Su insistencia nos obligó a aceptar.