Y añadió: —¡Vive Dios, que habrá de ser el Señor quien lo hiera, o cuando le llegue la hora de la muerte, o cuando caiga y perezca al entrar en combate!
Vivía ya Israel sus últimos días, cuando mandó llamar a su hijo José y le dijo: —Si de verdad me quieres, pon tu mano debajo de mi muslo y júrame que harás lo que te voy a pedir: ¡Por favor, no me entierres en Egipto!
Y no os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos; dejad que sea Dios quien castigue, según dice la Escritura: A mí me corresponde castigar; yo daré a cada cual su merecido —dice el Señor—.
El Señor dijo a Moisés: —Mira, se acerca la hora de tu muerte. Llama a Josué y presentaos en la Tienda del encuentro, para que le dé mis órdenes. Moisés y Josué se presentaron,
para el día de la venganza, cuando llegue el tiempo de darles su merecido, el momento de su caída. Porque se apresura su desastre, su ruina es inminente.
Conocemos, en efecto, a quien ha dicho: A mí me corresponde tomar venganza; yo daré a cada uno según su merecido. Y también: El Señor es quien juzgará a su pueblo.
Pero en un solo día vendrán sobre ella las calamidades que tiene merecidas —muerte, luto y hambre— y quedará abrasada por el fuego. Poderoso es para ello el Señor Dios que la condenó.
Fíjate bien, padre mío, en lo que tengo en la mano: el borde de tu manto. Y si he cortado el borde de tu manto y no te he matado, has de reconocer que mis manos están limpias de maldad y de traición y que no te he ofendido. Tú, en cambio, me acosas para matarme.
Ahora, señor mío, por la vida del Señor y por tu propia vida, es el Señor quien te impide derramar sangre y tomarte la justicia por tu mano. ¡Ojalá sean como Nabal todos tus enemigos y los que buscan la ruina de mi señor!
Cuando David se enteró de que Nabal había muerto, comentó: —¡Bendito sea el Señor que me ha vengado de la afrenta que me hizo Nabal y ha preservado a su siervo de actuar mal, haciendo recaer sobre Nabal su propia maldad! Luego envió una embajada a Abigail con una proposición de matrimonio.
y le dijo a su escudero: —Desenvaina tu espada y atraviésame antes de que vengan esos incircuncisos y me atraviesen ellos, ensañándose conmigo. Pero el escudero se negó, porque tenía mucho miedo. Entonces Saúl empuñó su espada y se arrojó sobre ella.