Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó las vestiduras y dijo: —¿Acaso soy yo Dios, dueño de la muerte y la vida, para que este me encargue curar a un hombre de su lepra? Analizadlo y comprobaréis que lo que él quiere es provocarme.
Tus muertos revivirán y se alzarán sus despojos, despertarán clamorosos los que habitan en el polvo. Pues tu rocío es rocío de luz y el país de las sombras parirá.
Porque, así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del gran pez, así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en lo profundo de la tierra.
¡Ved ahora que yo soy el único Dios! No hay otros dioses fuera de mí. Yo doy la muerte y la vida, yo causo la herida y la sano. ¡Nadie puede librarse de mi poder!
Pero David siguió insistiendo: —Tu padre sabe muy bien que me aprecias y pensará: «Que Jonatán no se entere, para que no se disguste». Pero, te juro por el Señor y por tu vida, que estoy a un paso de la muerte.